«Los verdaderos maestros no dejan huella. Son como el viento de la noche que atraviesa y cambia por completo al discípulo sin por ello alterar nada, ni siquiera sus mayores debilidades: arrastra todas las ideas que tenía sobre sí mismo y lo deja como siempre ha sido, desde el principio.»

Peter Kingsley, En los oscuros lugares del saber

jueves, 8 de enero de 2009

Microrrelatos

En pocas semanas comenzaré a dar forma definitiva a una serie de relatos cortos que escribí el año pasado. Mi intención es agruparlos en un libro con la idea de publicarlos hacia la próxima primavera. Estas historias son mucho más cortas que las de Rugidos de Almas, muchas de ellas ocupan una sola página, pero su temática es similar.

El libro constará de más de ochenta historias de ese tipo, veremos si todas ellas son finalmente publicables. Prometo, durante los meses que quedan hasta que puedan ver la luz, amenizar vuestras visitas a este blog con algunas de ellas. Valgan pues como carta de presentación de un trabajo al que aún no le he podido asignar un título convincente. Empecemos pues con El templo de Ganesha.


EL TEMPLO DE GANESHA

Me arrastré bajo el calor sofocante del trópico. Seguí el curso del caudaloso río hasta las primeras higueras. Siempre que mis pies se llenaban de polvo me refrescaba en la orilla. Toda la tarde estuve caminando. Entre el bosque pude divisar unas casas pequeñas. Más allá se adivinaba un templo. Antes de penetrar en el recinto sagrado esperé a que la canícula trajera las lluvias torrenciales. Detuve mis pasos en el instante en que los nubarrones empezaron a cubrir un sol agotado. En pocos minutos me alcanzó un agua pesada y caliente, poderosa como los dioses védicos. Atravesando el férreo aguacero me lancé hacia la mínima luz que latía tras una puerta. Empapado hasta la médula me deshice de mis zapatos y penetré en el recinto. Aún chorreando entre jadeos mi pituitaria pudo llenarse del alcanfor y de los inciensos. Sólo contemplé a Ganesha. Frente a la trompa del elefante únicamente temblaban las lamparillas. El atronador golpeteo de las gotas pareció retirarse para preñar el espacio con un silencio sagrado. Me alisé el pelo expectante ante el Arati. Cuando cubrí mi cabeza con la llama pude contemplarlo todo con una mente más viva. Decidí salir. Ya la lluvia no perforaba la tierra. Preso del barro y del crepúsculo vi el horizonte. Las nubes se habían ido. Me contemplé como un soplo divino que me pareció grande y justo. En ese hálito entendí el mensaje de esa calma suave que uno por fin atesora tras el trabajo de las adoraciones y la peregrinación de toda la jornada. Ese instante me bastó para concluir todas las obras, sólo me quedó morir ante el dios paquidermo.

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