«Los verdaderos maestros no dejan huella. Son como el viento de la noche que atraviesa y cambia por completo al discípulo sin por ello alterar nada, ni siquiera sus mayores debilidades: arrastra todas las ideas que tenía sobre sí mismo y lo deja como siempre ha sido, desde el principio.»

Peter Kingsley, En los oscuros lugares del saber

martes, 9 de febrero de 2010

Salamanca trans-cultural

Hay días en los que me resulta difícil meterle mano a la ciudad. Con eso me refiero a lidiar con cosas como sus estructuras urbanas, con sus instituciones públicas, con sus gentes y, entre otras cosas, con su supuesta cultura.

Está claro que este universalizante urbanismo lineal puede afectar emocionalmente hasta a las almas menos sensibles. Y es que la sobriedad castellana es una realidad demasiado sólida, tan sólida que día tras día, y a un ritmo silencioso, no deja de convertirse en piedra.

Será Klingsor y su cárcel de piedras amarillas. Al menos eso es lo que piensan los esotéricos y los tiernos newagers (amantes de la Nueva Era). En esa visión de Aun Weor, el fatuo líder gnóstico, se excusan los que enarbolan la bandera de los nuevos tiempos. Pero yo aún no veo maravillas al respecto. Tal vez la piedra a la que se encadenan no sea otra cosa que la forma de justificar la galopante falta de creatividad que nos paraliza y de iniciativas reales de cambio.

El mito de Klingsor, el mito de la Universidad. El sello distintivo de lo que otrora fuera una ciudad floreciente parece ser una carcasa vacía. En ella parecen escudarse los políticos de turno para proponérnosla como la mejor ciudad cultural del mundo. Porque hay días en los que la ciudad parece no tener ni Universidad siquiera. Perece que no hubiera ni estudiantes. Las bicicletas no amenazan a los peatones como en Oxford, en Cambridge o en otras tantas ciudades europeas. Aún estamos lejos del encuentro multidisciplinar y multiperspectival.

No creo que Salamanca sea mucho más cultural que las ciudades que nos rodean. Un mito caduco, por tanto. Un mito que no es la realidad. Sigo sin ver espacios para el diálogo constructivo, para la creatividad sin fronteras, para la mente visionaria o para la sutileza del espíritu. No veo, en definitiva, espacios para la humanización.

No hablemos ya del ámbito académico. Profesores tristes, encarcelados en sus klingsorianas celdas vitalicias. No perdamos el trabajo. ¡A ver si la crisis va a ser de verdad sistémica! Tiemblen ante la amenaza del cambio. ¿Será el gremio académico capaz en algún momento de encarnar algún tipo de transformación refrescante y revitalizante dejando la tradición y su pesadez a un lado?

¿Quién se atreve a recurrir a la Iglesia y a todos esos que parece que están olvidando su genuina y primigenia misión, o sea, construir puentes (pontífices) entre la Tierra y el Cielo? Al menos, y aunque quizá ellos no se den cuenta, juegan un papel importante: ser depositarios de la idea de Dios. Si no existieran grandes religiones institucionalizadas se me antoja difícil imaginar como el hombre de a pie (la gran masa de ciudadanos) iba siquiera a concebir la idea de Dios, al margen de sus creencias al respecto.

Depositarios de Dios, depositarios del cambio de conciencia a nivel planetario. Éstos últimos son los newagers. Sin ellos también estaríamos perdidos, porque aunque sus métodos son en la mayor parte de los casos infantiles, narcisistas (no es difícil constatarlo) y miedosos de cosas como el intelectualismo, la filosofía y otras cosas por el estilo, quizá representan el único colectivo que se atreve a proclamar a los cuatro vientos y sin tapujos la necesidad del advenimiento de una nueva era dorada (más allá de Klingsor, por supuesto).

Las shangas varias (comunidades espirituales de algún tipo, ya sean budistas, mahometanas o yóguicas) no parecen ofrecer alternativa; no quiren oír hablar ni de castillos encantados ni de almas en pena. El lema de todos ellos parece ser: “Cada uno a lo suyo. ¡A practicar!”. Así pues, vivimos inmersos en una realidad pre-dialóguica. Las toneladas de teoría de Sivananda siguen pesando lo suyo.

¿Qué hacer en medio de este extraño panorama? Pues lo único que se le ocurre a uno, y es lo que he hecho hoy, es meterse en cualquier café moderadamente acogedor a observar la mañana, los pájaros, la gente, tratando de imaginar un mañana más radiante, más pleno y más divino más allá del cielo gris que se cierne sobre nuestras conciencias, un mañana verdaderamente trans-cultural y casi trans-material; algo que casi se adivina en el aroma del café y de los croissants.

¿Cuán lejos queda Totnes y las ciudades de transición? ¿Cuán lejos queda esto? ¿Cuán lejos quedan lugares como Findhorn, con sus interminables atardeceres luminosos y sus santuarios naturales? ¿Cuán lejos queda el té verde de media tarde?

2 comentarios:

alex dijo...

prueba

alex dijo...

Seminal articulo.............!!!!!!!!!!


Que trascendental escuchar articulos de amigos como este ultimo desde la dura estepa castellana; en medio de este Duero padre de "conquistadores" y clerigos por doquier, cuya paralisis y/o rudeza intelectual y emocional pervive siglos despues, uno se ata a la antena de internet para sintonizar con otro rugidos de almas...



Si no, seria demasiado arduo el "encargao"; el hospital_metro que veo cada dia, parecido a la estacion de Sol a hora punta.

en fin, a seguir.......