«Los verdaderos maestros no dejan huella. Son como el viento de la noche que atraviesa y cambia por completo al discípulo sin por ello alterar nada, ni siquiera sus mayores debilidades: arrastra todas las ideas que tenía sobre sí mismo y lo deja como siempre ha sido, desde el principio.»

Peter Kingsley, En los oscuros lugares del saber

martes, 6 de abril de 2010

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Cuarenta y dos. Eso es lo que pone en mi DNI. Hoy cumplo cuarenta y dos años y cuatro meses. ¡Quién iba a decirlo! Sin embargo, en cierta forma, siento que mi vida aún no ha comenzado. De hecho no me da la impresión de tener un cuerpo de esa edad. Y si tengo que atenerme a la edad psicológica menos aún. En muchos aspectos no pienso de forma muy diferente a la época en la que rozaba la veintena.

Lo que sí noto es haber adquirido cierta profundidad y cierta madurez. Está claro que desde los cuarenta uno tiene cierta perspectiva de su vida anterior, probablemente porque uno va estando más cerca de la cumbre de la montaña, si es que hay alguna cumbre que alcanzar. Es posible que si hablamos de edad espiritual no haya muchas cosas que decir.

Desde las alturas ganadas preveo dos décadas de deliciosa batalla por delante con muchos proyectos de por medio. Tal vez, si sigo en este mundo, a eso de los sesenta y cinco monte una tetería, siempre me gustó la idea. Ese podría ser un buen lugar para el reposo del guerrero. No faltaría allí sitio para las tertulias, para el arte, para todo tipo de tés y, por supuesto, para el mejor café del mundo.

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