«Los verdaderos maestros no dejan huella. Son como el viento de la noche que atraviesa y cambia por completo al discípulo sin por ello alterar nada, ni siquiera sus mayores debilidades: arrastra todas las ideas que tenía sobre sí mismo y lo deja como siempre ha sido, desde el principio.»

Peter Kingsley, En los oscuros lugares del saber

martes, 7 de septiembre de 2010

Síndrome de Aniversario


12 de septiembre de 1918:
Muere Marcelina Vicenta Cubas, vecina de Villarmayor (Salamanca), a la edad de 28 años víctima de la gripe española.

7 de septiembre de 1938:
Muere Evaristo Sánchez Cubas, hijo de Marcelina, a la edad de 25 años en el frente de guerra del Ebro luchando en el lado franquista.

Marcelina fue la primera mujer de mi abuelo paterno, Ángel Sánchez Pascual. Cuando murió, Evaristo tenía 5 años. Poco tiempo después, mi abuelo formaría una nueva familia casándose en segundas nupcias con la que sería mi abuela, Gabriela Borrego Martín, de quien tuvo dos hijos más. El más pequeño de ellos sería mi padre.

Estudiando y meditando estas vicisitudes de guerras y aniversarios de muertes he llegado a ciertas conclusiones psicogenealógicas:

Evaristo fue víctima de un “te sigo” (Hellinger); o sea, de una tendencia inconsciente de seguir a su madre a la muerte (tal vez no era feliz en el nuevo ambiente familiar, tal vez siempre se encontró fuera de lugar entre su madrastra y sus nuevos hermanos).

Y pienso que es así por la proximidad de las fechas en que se produjeron ambas muertes, la suya y la de su madre. Esa diferencia de tan sólo 5 días (20 años después) es un dato fuerte que avala la hipótesis de que se trata de un síndrome de aniversario (Schützenberger), o síndrome de Evaristo como ya lo llamé en una ocasión.

Evaristo esperó a hacerse mayor para seguir a su madre con todas las de la ley. Nada mejor que una iniciación como la de vivir una guerra a pie de trinchera para dar el paso que certificara el vínculo entre ambos. La contienda bélica fue la mejor oportunidad para consumar su inconsciente lealtad.

Así pues, si Marcelina no hubiera muerto yo no estaría aquí. Por tanto, también hay un vínculo que me une a ella, y quizá en menor medida también a Evaristo. Ellos debieron irse para que yo viniera. En cierta forma les debo a ellos cada una de mis respiraciones, todas mis experiencias y todos mis logros. Y así me lo tomo. Una parte de todo lo que hago es para ellos. En todos mis actos están presentes de una u otra forma. En cierta manera me poseen, o al menos poseen una parte de mi psique. Ellos también me llaman desde el otro lado, me invitan a seguirlos, lo sé. Pero ante esa llamada, yo, haciendo caso a Hellinger, utilizando sus estrategias, les digo que también me iré, pero que todavía es pronto y que esperaré un poco más. Y sé que todavía esperaré un poco más.

Tal vez estas ideas son un poco fuertes, pero es así. Aunque más que ideas son sensaciones y sentimientos, maravillosos sentimientos que pueblan una memoria inconsciente. Quizá esta silenciosa y privada memoria mía de ellos pueda compensar el olvido que se les ha impuesto. Ahora nadie se acuerda de ellos. Ni siquiera sé dónde están sus tumbas.


Se fueron, pero siguen vivos en mi conciencia, año tras año, siendo testigos del mundo a través de mis ojos, iluminando todas las cosas que se ven en este verano que se apaga, en estos extraños días de Septiembre, en la lluvia inconstante, suave y vacía de esta misma tarde.