«Los verdaderos maestros no dejan huella. Son como el viento de la noche que atraviesa y cambia por completo al discípulo sin por ello alterar nada, ni siquiera sus mayores debilidades: arrastra todas las ideas que tenía sobre sí mismo y lo deja como siempre ha sido, desde el principio.»

Peter Kingsley, En los oscuros lugares del saber

viernes, 29 de agosto de 2014

Una cura para el alma

Probablemente pocas cosas hay tan delicadas como una flor. Nos sorprenden por sus colores, por la simetría casi perfecta de sus pétalos, por la profundidad de sus aromas, por los mundos sutiles que nos evocan. Cuando las contemplamos hay una reminiscencia de algo que es de otro mundo. Sabemos que cuando tocamos una flor nos estamos acercando al alma.

Ya lo dijo Edward Bach: las llamaba the happy fellows of the plant world, los seres felices del mundo vegetal. Las flores, seña de identidad de las plantas, nos acercan al alma, porque son alma y porque nos tienden la mano para que lleguemos a nuestro ser esencial. Ellas tienen el secreto y el mensaje adecuado para que nosotros mismos nos podamos reconocer como almas, porque en nuestro mundo moderno ya casi hemos olvidado este hecho tan simple.

Las flores encierran una esencia y una enseñanza, algo que no puede ser entendido racionalmente, algo que no tiene explicación y que nunca lo tendrá. Ellas son la cura para nuestra alma herida, porque el alma humana es un alma herida debido a todas las vicisitudes que ha de atravesar para llegar aquí. Y ellas tienen el poder de tocar nuestra herida delicadamente sin hacernos más daño. Ésa es la cura que nos proporcionan si podemos confiar en ellas.

Y esta cura es una cura sagrada, un proceso de transformación extraordinariamente simple. Sin darnos cuenta, las flores tocan nuestra alma y la reparan, son las llaves que abren nuestras puertas internas para mostrarnos toda la maravilla que se abre al otro lado. Nos dan la oportunidad de descubrir nuestros paisajes interiores para que podamos ver en ellos los senderos que nos conducen a nuestro destino.

Porque nuestro destino es un destino espiritual que se dibuja en esos mundos sutiles, algo que es como un conocimiento antiguo que ha estado ahí desde siempre. Las flores nos ayudan a reconocerlo y a hacerlo nuestro. Es como una misión y un propósito, y es el tesoro que siempre hemos estado buscando. Nuestra felicidad sólo puede consistir en hacer real ese designio en este mundo nuestro, en traer a la tierra ese pedacito de eternidad que se esconde en lo más recóndito de nuestro ser, y las flores nos pueden ayudar a realizar ese milagro.

viernes, 22 de agosto de 2014

Fronteras espirituales

Nos pasamos la vida atravesando puertas. ¿Os habéis parado a pensar cuántas atravesamos a lo largo de un día? Entrando y saliendo de nuestra habitación, del baño, del salón, del garaje, del coche, del trabajo. Y no sólo eso, cuando caminamos por la calle también accedemos a múltiples espacios, y cada uno de ellos nos transmite una sensación diferente.


Probablemente ese hecho tan simple, tan inconsciente, está grabado a fuego en nuestras mentes, en nuestra estructura psíquica. Es un acontecer natural. La realidad está hecha así, está hecha de puertas, por eso nuestro transitar por todos esos espacios nos pasa desapercibido. Es nuestra forma de movernos en el mundo.

Después están las fronteras sutiles, como la que nos conduce de la vigilia al sueño, y de éste al sueño profundo, y las que nos conducen de un estado de conciencia a otro. En muchas ocasiones no somos conscientes de haber atravesado estas puertas, estos umbrales, pero sabemos que lo hacemos porque simplemente experimentamos un cambio en nuestra conciencia.

Metaforizamos las cosas interiores. Atravesar una puerta es una buena metáfora para entender qué es lo que pasa con nuestra mente, con nuestra conciencia, cuando experimentamos esos cambios. Y en ocasiones anhelamos un cambio mayor, un cambio que nos transforme radicalmente, que nos cure, que se traduzca en un cambio de realidad y que nos sitúe en un mundo nuevo.

Sin embargo, la mente no va a ninguna parte ni atraviesa ningún umbral, la conciencia que es, que fue y que será siempre estuvo allí, idéntica a sí misma como base y fundamento de todo lo que sucede y desde la que emergen todas las cosas, incluidas las puertas, incluida la imagen que tenemos de nosotros mismos atravesándolas. Tal vez ésta sea la puerta de las puertas y la única frontera que merezca la pena atravesar: la que nos conduce al corazón de lo que realmente somos.

Por eso no nada hay tan simple como ser, nada se nos revela con tanta contundencia, con tanta pureza. Ése es el milagro: tomar conciencia del simple hecho de ser, desprendiéndonos de toda carga, celebrando nuestro paso por todos los umbrales que nos encontramos en nuestra trayectoria, por todos los mundos que se abren al otro lado, sabiéndonos y amándonos en este último paso que jalona nuestro camino.