Probablemente pocas cosas hay tan
delicadas como una flor. Nos sorprenden por sus colores, por la simetría casi
perfecta de sus pétalos, por la profundidad de sus aromas, por los mundos
sutiles que nos evocan. Cuando las contemplamos hay una reminiscencia de algo
que es de otro mundo. Sabemos que cuando tocamos una flor nos estamos acercando
al alma.
Ya lo dijo Edward Bach: las
llamaba the happy fellows of the plant world, los seres felices del
mundo vegetal. Las flores, seña de identidad de las plantas, nos acercan al
alma, porque son alma y porque nos tienden la mano para que lleguemos a nuestro
ser esencial. Ellas tienen el secreto y el mensaje adecuado para que nosotros
mismos nos podamos reconocer como almas, porque en nuestro mundo moderno ya
casi hemos olvidado este hecho tan simple.
Las flores encierran una esencia
y una enseñanza, algo que no puede ser entendido racionalmente, algo que no
tiene explicación y que nunca lo tendrá. Ellas son la cura para nuestra alma
herida, porque el alma humana es un alma herida debido a todas las vicisitudes
que ha de atravesar para llegar aquí. Y ellas tienen el poder de tocar nuestra
herida delicadamente sin hacernos más daño. Ésa es la cura que nos proporcionan
si podemos confiar en ellas.
Y esta cura es una cura sagrada,
un proceso de transformación extraordinariamente simple. Sin darnos cuenta, las
flores tocan nuestra alma y la reparan, son las llaves que abren nuestras
puertas internas para mostrarnos toda la maravilla que se abre al otro lado.
Nos dan la oportunidad de descubrir nuestros paisajes interiores para que
podamos ver en ellos los senderos que nos conducen a nuestro destino.