Decididamente las tardes de los miércoles no me resultan fáciles de llevar. En esas maratonianas jornadas tengo que impartir tres clases consecutivas en tres pueblos diferentes. Todos los años pienso que debería hacer algo al respecto, pero finalmente las cosas acaban igual.
Primero empiezo en Monleras, a unos 55 kilómetros de Salamanca, a las tres y cuarto de la tarde (una hora intempestiva para la práctica del yoga, por cierto, pero es la única hora disponible para mis alumnos allí). Después de Monleras recorro unos 30 kilómetros hasta Villarino, justo en el límite de la provincia y del país, para empezar la clase allí a las cinco. Tras la clase de Villarino, ya al anochecer, atravieso toda la comarca pasando por localidades como Trabanca, Ahigal de Villarino, Sanchón de la Rivera y Vitigudino para recorrer 50 kilómetros más hasta llegar a Villavieja de Yeltes a las siete y cuarto. Allí termino sobre las ocho y media para finalmente atravesar los 80 kilómetros que separan esta última localidad de Salamanca. Así pues, suelo llegar a casa a eso de las diez de la noche.
A pesar del inconveniente del cansancio que supone dirigir tres clases en tres sitios tan diferentes y en condiciones tan diferentes, la aventura también tiene sus cosas positivas. Como Villarino está justo en la frontera portuguesa puedo decir que todas las semanas puedo ver otro país. Y ciertamente en muchas ocasiones es una visión abrumadoramente bella. En los días claros pueden verse a lo lejos las ondulantes y azuladas colinas portuguesas perdiéndose en el horizonte. Otras veces veo una puesta de sol incandescente que recorta la silueta mágica de encinas y robles mientras atravieso la fría Gudina.
Sin duda es una suerte tener el privilegio de diseminar las semillas del yoga en regiones tan remotas. Ni los más sabios videntes del otro lado del Indo lo hubieran imaginado.
¡Ah!, se me olvidaba. En Villavieja hemos dejado atrás finalmente la “era glacial”. Ya tenemos calefacción en el Colegio. Y esa es una muy muy buena noticia.
Primero empiezo en Monleras, a unos 55 kilómetros de Salamanca, a las tres y cuarto de la tarde (una hora intempestiva para la práctica del yoga, por cierto, pero es la única hora disponible para mis alumnos allí). Después de Monleras recorro unos 30 kilómetros hasta Villarino, justo en el límite de la provincia y del país, para empezar la clase allí a las cinco. Tras la clase de Villarino, ya al anochecer, atravieso toda la comarca pasando por localidades como Trabanca, Ahigal de Villarino, Sanchón de la Rivera y Vitigudino para recorrer 50 kilómetros más hasta llegar a Villavieja de Yeltes a las siete y cuarto. Allí termino sobre las ocho y media para finalmente atravesar los 80 kilómetros que separan esta última localidad de Salamanca. Así pues, suelo llegar a casa a eso de las diez de la noche.
A pesar del inconveniente del cansancio que supone dirigir tres clases en tres sitios tan diferentes y en condiciones tan diferentes, la aventura también tiene sus cosas positivas. Como Villarino está justo en la frontera portuguesa puedo decir que todas las semanas puedo ver otro país. Y ciertamente en muchas ocasiones es una visión abrumadoramente bella. En los días claros pueden verse a lo lejos las ondulantes y azuladas colinas portuguesas perdiéndose en el horizonte. Otras veces veo una puesta de sol incandescente que recorta la silueta mágica de encinas y robles mientras atravieso la fría Gudina.
Sin duda es una suerte tener el privilegio de diseminar las semillas del yoga en regiones tan remotas. Ni los más sabios videntes del otro lado del Indo lo hubieran imaginado.
¡Ah!, se me olvidaba. En Villavieja hemos dejado atrás finalmente la “era glacial”. Ya tenemos calefacción en el Colegio. Y esa es una muy muy buena noticia.
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