«Los verdaderos maestros no dejan huella. Son como el viento de la noche que atraviesa y cambia por completo al discípulo sin por ello alterar nada, ni siquiera sus mayores debilidades: arrastra todas las ideas que tenía sobre sí mismo y lo deja como siempre ha sido, desde el principio.»

Peter Kingsley, En los oscuros lugares del saber

jueves, 19 de febrero de 2009

Microrrelatos II

Como lo prometido es deuda aquí está la segunda entrega de mi próximo libro. Se trata de un nuevo microrrelato, una de las más de ochenta historias de que constará este trabajo. En breve me dedicaré a la ardua tarea de buscar una editorial que esté dispuesta a publicar un libro de este tipo. Reconozco que no soy muy amigo de llamar a demasiadas puertas. Así pues, trataré de que la espera no sea demasiado larga. En cualquier caso siempre nos quedará Mandala.


LO BAJO Y LO ALTO

Observaba las hormigas allá abajo y veía algunas gotas de su propia sangre estallando junto a la boca del hormiguero. Cuando podía alzaba su cabeza para tratar de ver la silueta incandescente de las nubes y el magno rompimiento de gloria. El aire le llegaba lejano, cargado de recuerdos. Junto a las hormigas vio también los excrementos de las palomas y de los cuervos que estaban a punto de devorar sus ojos. Vio mendigos y estafadores, ladrones y prostitutas. Recordó entre lágrimas las interminables noches que pasó junto a su ramera favorita embriagado entre su sexo y el vino. Se encontró de nuevo mordiendo el polvo al ser acosado por los sacerdotes tras la reprimenda con que castigó a los mercaderes. Se vio a sí mismo parado en la roca más alta desde la que se divisa el Jordán a punto de estallar de dolor y de incomprensión. Más de una vez estuvo a punto de matarse, con los cuchillos, con el veneno o con los escorpiones. El ocaso le trajo las curas, y la falta de saliva el recuerdo de los bautizos, el suyo y el de su familia. Una vez más los que le querían se apretaron junto a sus pies, esta vez temerosos. Tal vez quisieran que él los bautizara en sangre. También llegaron los abrazos, la esperanza compartida y la promesa de las bienaventuranzas. Sus ojos vidriosos divisaron el éxtasis, las soledades purificadoras y las batallas ganadas al hambre de Dios y a las plagas que merman el espíritu. Se sucedieron bodas, fiestas y otras algarabías. Todas las recordaba bien regadas con el júbilo y con los licores. Y recordó esos momentos inefables y postreros del crepúsculo, ese sentimiento y ese hilo de luz que, en su fugacidad, aún reúne todas las plenitudes y todas las aflicciones del mundo. Así se vio él, como el único corazón capaz de bombear la materia de esos calvarios, el único espíritu capaz de hacerle un sitio a la muerte y a la paz en esa cruz tan alta. No tuvo tiempo de mucho más. Murió cuando empezó a llover. El agua pudo limpiar la sangre del madero y arrastrar con ella el martirio y la luz del clavado.

La alquimia estaba hecha. Desde entonces el agua fue distinta. Aún conserva una porción de mística, una pequeña memoria de aquel evento de la cual nosotros bebemos felices, pero para llegar a la gloria definitiva tal vez debamos crucificarnos al igual que él.

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