«Los verdaderos maestros no dejan huella. Son como el viento de la noche que atraviesa y cambia por completo al discípulo sin por ello alterar nada, ni siquiera sus mayores debilidades: arrastra todas las ideas que tenía sobre sí mismo y lo deja como siempre ha sido, desde el principio.»

Peter Kingsley, En los oscuros lugares del saber

martes, 13 de abril de 2010

Ajo y café

Por las mañanas, antes de desayunar, me tomo medio diente de ajo, o uno entero si no es muy grande. También tomo café. Eso sí, no demasiado. La norma suele ser alrededor de cinco a la semana. Estos referentes, me temo, me sitúan entre los yoguis heterodoxos y transgresores.

Y es que tanto el café como el ajo figuran en la lista de alimentos que se desaconsejan para todo buen yogui que se precie, el primero por rajásico (excitante) y el segundo por tamásico (paralizante).

Sin embargo, yo no le hago demasiado caso ni a esas antiguas clasificaciones ni a la famosa doctrina de los gunas. Sencillamente no creo que comer ajo y tomar café nos haga menos espirituales ni nos aleje de la pureza sátvica que tanto proclaman los puristas de esta tradición.

En mi opinión, tanto la teoría de los gunas como muchas otras cosas relacionadas con el yoga necesitan ser revisadas para que hoy día tengan alguna credibilidad y puedan adaptarse a los nuevos tiempos. Porque si sólo admitimos como válidos los alimentos sátvicos, ¿cómo podemos entender a Krishna en el Gita?: Si el alma supera los tres modos de ser de la naturaleza [los tres gunas, no sólo tamas y rajas], no estará sujeta al nacimiento, a la muerte, a la vejez y al dolor, y, por el contrario, alcanzará la inmortalidad.

Así pues, soy un yogui tamasizado y rajasizado. Espero que eso no me impida reconocer el resplandor de la divinidad en los torbellinos del samsara, aunque tenga el sabor del ajo y el aroma del café.

martes, 6 de abril de 2010

42

Cuarenta y dos. Eso es lo que pone en mi DNI. Hoy cumplo cuarenta y dos años y cuatro meses. ¡Quién iba a decirlo! Sin embargo, en cierta forma, siento que mi vida aún no ha comenzado. De hecho no me da la impresión de tener un cuerpo de esa edad. Y si tengo que atenerme a la edad psicológica menos aún. En muchos aspectos no pienso de forma muy diferente a la época en la que rozaba la veintena.

Lo que sí noto es haber adquirido cierta profundidad y cierta madurez. Está claro que desde los cuarenta uno tiene cierta perspectiva de su vida anterior, probablemente porque uno va estando más cerca de la cumbre de la montaña, si es que hay alguna cumbre que alcanzar. Es posible que si hablamos de edad espiritual no haya muchas cosas que decir.

Desde las alturas ganadas preveo dos décadas de deliciosa batalla por delante con muchos proyectos de por medio. Tal vez, si sigo en este mundo, a eso de los sesenta y cinco monte una tetería, siempre me gustó la idea. Ese podría ser un buen lugar para el reposo del guerrero. No faltaría allí sitio para las tertulias, para el arte, para todo tipo de tés y, por supuesto, para el mejor café del mundo.

viernes, 12 de marzo de 2010

Los últimos monos literarios

Yo soy uno de los últimos monos literarios, uno de esos a los que las editoriales apenas hacen caso, uno de esos que tienen que olvidarse de publicar con alguna editorial conocida, uno de esos que, por supuesto, debe olvidarse de aspirar a vivir de la literatura.

Pertenezco e esa extraña clase de monos cuyas huellas apenas pueden verse en los escaparates de las librerías, uno de esos que tímidamente acuden con sus relucientes trabajos al librero más cercano llenos de optimismo, uno de esos a los que casi se les esfuma la ilusión puesta letra tras letra cuando ven que después de cuatro meses acumulando polvo entre miríadas de libros sólo se ha vendido un único ejemplar.

La extraña condición de último mono literario puede llegar a ser dolorosa en algunas ocasiones, sobre todo cuando da la sensación de que a uno nadie lo ve, cuando uno intenta presentar con todo el amor del mundo el recién parido hijo literario y tiene que marcharse a casa cabizbajo tras haber tenido que suspender el evento porque nadie acudió a la cita.

Ese es el riesgo que corremos los monos de las letras, el riesgo y el desafío. ¡Dulce apuesta! Sin embargo la monez es bella, porque desde ella reclamamos y proclamamos nuestra sublime, inquebrantable e insobornable condición de monos bellos, auténticos y creadores.

Adivinamos que la poesía y el arte se bastan a sí mismos, porque somos capaces de canalizar una monalidad bella y desnuda que desafía renglón tras renglón las modas y las bazofias literarias que demasiado a menudo campan a sus anchas en el mercado.

No por ser monos vamos a dejar de tener ojo crítico, ¡faltaría más! Además, desde nuestra anónima y camaleónica posición nos atrevemos a instigar a todos para que esta perspectiva tan mona sea cultivada por quien quiera y como quiera, la creatividad y la visión no tienen límites. Sólo se necesitan unos modales monales.

Acaso ser un simple mono tenga algún sentido. Lo sospechamos cuando leemos lo siguiente en La Gran Cadena del Ser de Lovejoy. El fragmento corresponde al prefacio a The English Works of George Herbert de G. H. Palmer:

Las tendencias de una época aparecen más diferenciadamente en los autores de menor rango que en los genios que la dominan. Estos últimos hablan del pasado y del futuro al mismo tiempo que de la época en la que viven. Son para todos los tiempos. Pero en las almas sensibles y atentas […] los ideales del momento aparecen recogidos con claridad.

Columpiémonos pues entre las ramas literarias, aún hay mucho bosque por delante.

martes, 9 de febrero de 2010

Salamanca trans-cultural

Hay días en los que me resulta difícil meterle mano a la ciudad. Con eso me refiero a lidiar con cosas como sus estructuras urbanas, con sus instituciones públicas, con sus gentes y, entre otras cosas, con su supuesta cultura.

Está claro que este universalizante urbanismo lineal puede afectar emocionalmente hasta a las almas menos sensibles. Y es que la sobriedad castellana es una realidad demasiado sólida, tan sólida que día tras día, y a un ritmo silencioso, no deja de convertirse en piedra.

Será Klingsor y su cárcel de piedras amarillas. Al menos eso es lo que piensan los esotéricos y los tiernos newagers (amantes de la Nueva Era). En esa visión de Aun Weor, el fatuo líder gnóstico, se excusan los que enarbolan la bandera de los nuevos tiempos. Pero yo aún no veo maravillas al respecto. Tal vez la piedra a la que se encadenan no sea otra cosa que la forma de justificar la galopante falta de creatividad que nos paraliza y de iniciativas reales de cambio.

El mito de Klingsor, el mito de la Universidad. El sello distintivo de lo que otrora fuera una ciudad floreciente parece ser una carcasa vacía. En ella parecen escudarse los políticos de turno para proponérnosla como la mejor ciudad cultural del mundo. Porque hay días en los que la ciudad parece no tener ni Universidad siquiera. Perece que no hubiera ni estudiantes. Las bicicletas no amenazan a los peatones como en Oxford, en Cambridge o en otras tantas ciudades europeas. Aún estamos lejos del encuentro multidisciplinar y multiperspectival.

No creo que Salamanca sea mucho más cultural que las ciudades que nos rodean. Un mito caduco, por tanto. Un mito que no es la realidad. Sigo sin ver espacios para el diálogo constructivo, para la creatividad sin fronteras, para la mente visionaria o para la sutileza del espíritu. No veo, en definitiva, espacios para la humanización.

No hablemos ya del ámbito académico. Profesores tristes, encarcelados en sus klingsorianas celdas vitalicias. No perdamos el trabajo. ¡A ver si la crisis va a ser de verdad sistémica! Tiemblen ante la amenaza del cambio. ¿Será el gremio académico capaz en algún momento de encarnar algún tipo de transformación refrescante y revitalizante dejando la tradición y su pesadez a un lado?

¿Quién se atreve a recurrir a la Iglesia y a todos esos que parece que están olvidando su genuina y primigenia misión, o sea, construir puentes (pontífices) entre la Tierra y el Cielo? Al menos, y aunque quizá ellos no se den cuenta, juegan un papel importante: ser depositarios de la idea de Dios. Si no existieran grandes religiones institucionalizadas se me antoja difícil imaginar como el hombre de a pie (la gran masa de ciudadanos) iba siquiera a concebir la idea de Dios, al margen de sus creencias al respecto.

Depositarios de Dios, depositarios del cambio de conciencia a nivel planetario. Éstos últimos son los newagers. Sin ellos también estaríamos perdidos, porque aunque sus métodos son en la mayor parte de los casos infantiles, narcisistas (no es difícil constatarlo) y miedosos de cosas como el intelectualismo, la filosofía y otras cosas por el estilo, quizá representan el único colectivo que se atreve a proclamar a los cuatro vientos y sin tapujos la necesidad del advenimiento de una nueva era dorada (más allá de Klingsor, por supuesto).

Las shangas varias (comunidades espirituales de algún tipo, ya sean budistas, mahometanas o yóguicas) no parecen ofrecer alternativa; no quiren oír hablar ni de castillos encantados ni de almas en pena. El lema de todos ellos parece ser: “Cada uno a lo suyo. ¡A practicar!”. Así pues, vivimos inmersos en una realidad pre-dialóguica. Las toneladas de teoría de Sivananda siguen pesando lo suyo.

¿Qué hacer en medio de este extraño panorama? Pues lo único que se le ocurre a uno, y es lo que he hecho hoy, es meterse en cualquier café moderadamente acogedor a observar la mañana, los pájaros, la gente, tratando de imaginar un mañana más radiante, más pleno y más divino más allá del cielo gris que se cierne sobre nuestras conciencias, un mañana verdaderamente trans-cultural y casi trans-material; algo que casi se adivina en el aroma del café y de los croissants.

¿Cuán lejos queda Totnes y las ciudades de transición? ¿Cuán lejos queda esto? ¿Cuán lejos quedan lugares como Findhorn, con sus interminables atardeceres luminosos y sus santuarios naturales? ¿Cuán lejos queda el té verde de media tarde?