Mucho me temo que como no cambien las cosas de forma notable mis días como profesor de yoga están contados. Decididamente dedicarse a esta profesión en estos tiempos que corren parece ser harto difícil.
Difícilmente llegamos a los mil euros mensuales, un sueldo claramente indigno, por supuesto sin ningún tipo de pagas extras y con la dificultad añadida de tener que cotizar como trabajadores autónomos.
Porque desde mi punto de vista un profesor de yoga debería cobrar por lo menos lo mismo que cualquier otro profesor de la enseñanza institucionalizada, ya sea de matemáticas, de física o de literatura. Y esto por la sencilla razón de que lo que enseñamos es tan valioso o más que lo que todas esas disciplinas pueden ofrecer, como ya he sugerido en otra entrada.
El problema es que el yoga no forma parte de los programas de la enseñanza institucionalizada y tiene que venderse como poco más que una mera gimnasia que el “monitor” de turno ofrece en sus ratos libres y a cambio de unos pocos euros. Esta parece ser la perspectiva de la mayor parte de los círculos sociales y oficiales del mundo occidental. Así pues, la alternativa a todo esto ha sido y sigue siendo crear escuelas independientes a través de las cuales el yoga pueda florecer, como ciertamente lo ha hecho.
A mi juicio estas enseñanzas no son lo suficientemente reconocidas ni están lo suficientemente remuneradas en el ámbito oficial precisamente porque su estatus se ve miserablemente rebajado al de una burda gimnasia de barrio habiendo sido despojada de toda la tradición de milenios que la legitima, una tradición, por cierto, genuinamente espiritual.
Pero como en esta bendita península y, más en concreto, en esta “culta ciudad” todo lo que suena a espiritual y no se ajusta a los cánones preestablecidos da “yuyu” parece imposible que ese reconocimiento pueda tener lugar, lo cual fomentará que el yoga no se distinga excesivamente, como ya he sugerido en otro lugar, del yoguilates, de la bachata o de los bailes charros.
La subida del gasoleo tampoco ayuda a que podamos seguir recorriendo los confines de la provincia en nuestra cruzada yóguica. A pesar de todo, ahora y en el futuro, nuestra responsabilidad como profesores de yoga integralmente informados consistirá precisamente en eso, en algo tan simple como ofrecer una formación de calidad adereza tal vez con pequeñas perlas de sabiduría. En ese caso el Espíritu hablará siempre por nosotros y tal vez reconozcamos que nuestra aventura habrá valido la pena.
Difícilmente llegamos a los mil euros mensuales, un sueldo claramente indigno, por supuesto sin ningún tipo de pagas extras y con la dificultad añadida de tener que cotizar como trabajadores autónomos.
Porque desde mi punto de vista un profesor de yoga debería cobrar por lo menos lo mismo que cualquier otro profesor de la enseñanza institucionalizada, ya sea de matemáticas, de física o de literatura. Y esto por la sencilla razón de que lo que enseñamos es tan valioso o más que lo que todas esas disciplinas pueden ofrecer, como ya he sugerido en otra entrada.
El problema es que el yoga no forma parte de los programas de la enseñanza institucionalizada y tiene que venderse como poco más que una mera gimnasia que el “monitor” de turno ofrece en sus ratos libres y a cambio de unos pocos euros. Esta parece ser la perspectiva de la mayor parte de los círculos sociales y oficiales del mundo occidental. Así pues, la alternativa a todo esto ha sido y sigue siendo crear escuelas independientes a través de las cuales el yoga pueda florecer, como ciertamente lo ha hecho.
A mi juicio estas enseñanzas no son lo suficientemente reconocidas ni están lo suficientemente remuneradas en el ámbito oficial precisamente porque su estatus se ve miserablemente rebajado al de una burda gimnasia de barrio habiendo sido despojada de toda la tradición de milenios que la legitima, una tradición, por cierto, genuinamente espiritual.
Pero como en esta bendita península y, más en concreto, en esta “culta ciudad” todo lo que suena a espiritual y no se ajusta a los cánones preestablecidos da “yuyu” parece imposible que ese reconocimiento pueda tener lugar, lo cual fomentará que el yoga no se distinga excesivamente, como ya he sugerido en otro lugar, del yoguilates, de la bachata o de los bailes charros.
La subida del gasoleo tampoco ayuda a que podamos seguir recorriendo los confines de la provincia en nuestra cruzada yóguica. A pesar de todo, ahora y en el futuro, nuestra responsabilidad como profesores de yoga integralmente informados consistirá precisamente en eso, en algo tan simple como ofrecer una formación de calidad adereza tal vez con pequeñas perlas de sabiduría. En ese caso el Espíritu hablará siempre por nosotros y tal vez reconozcamos que nuestra aventura habrá valido la pena.
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